Imagínate: planificas cuidadosamente tu dieta, cuentas las calorías, dejas el azúcar, pero tu peso sigue siendo el mismo. ¿Cuál es el truco?
Resulta que el problema puede no estar en el menú, sino en cómo comes.
Estamos acostumbrados a asociar la pérdida de peso con restricciones, pero a menudo olvidamos las reglas básicas que funcionan más eficazmente que cualquier dieta.
Por ejemplo, la velocidad de ingesta de alimentos. El ritmo de vida moderno nos obliga a desayunar con prisas, almorzar frente al ordenador y cenar viendo una serie de televisión.
Como resultado, el cerebro simplemente no tiene tiempo para recibir una señal de saciedad. Las investigaciones muestran que las personas que comen lentamente consumen un 20% menos de calorías y se sienten saciadas durante más tiempo.
Intenta dejar el tenedor después de cada bocado: esto ralentizará automáticamente el proceso y te dará tiempo para darte cuenta de cuándo es el momento de parar.
Otro error común es eliminar por completo las grasas. Mucha gente todavía cree que los productos bajos en grasa ayudan a perder peso.
En realidad, estos productos a menudo contienen más azúcar y aditivos artificiales para compensar el sabor. Las grasas saludables del aguacate, los frutos secos o el aceite de oliva, por el contrario, son necesarias para la absorción de vitaminas y la normalización de los niveles hormonales.
Sin ellos, el cuerpo comienza a conservar recursos, ralentizando el metabolismo.
Pero el error más sutil es la falta de sueño. Cuando dormimos menos de 7 horas, el nivel de cortisol (hormona del estrés) aumenta, provocando antojos de carbohidratos rápidos.
Además, la falta de sueño altera la producción de leptina, una hormona que le dice al cerebro que estás lleno. Terminas comiendo más de lo que necesitas y aún así sientes hambre.
La solución es sencilla: empieza a acostarte una hora antes y al cabo de una semana notarás que te resulta más fácil controlar el apetito.
