El primer año de relación es una montaña rusa: aprendes a leer la mente del otro, a discutir sobre la forma correcta de doblar el papel higiénico y a llorar de felicidad cuando él te regala flores sin motivo alguno.
En el segundo año aparecen proyectos comunes: reformas, viajes, quizá incluso un perro.
Y al tercero ocurre algo extraño: te despiertas y te das cuenta de que tu pareja ya no te produce mariposas en el estómago.

Sus historias sobre el trabajo parecen aburridas y su nuevo maquillaje parece un intento de “demostrar algo”. Lo atribuyes a la rutina, pero la verdadera razón es más profunda. Resulta que nuestro cerebro percibe el enamoramiento como... un proyecto.
Sí, sí, como una fecha límite de trabajo. Durante los primeros 18 a 36 meses, el cuerpo produce un cóctel de hormonas (dopamina, oxitocina) que nos hacen idealizar a nuestra pareja.
Pero tan pronto como el cerebro se da cuenta de que “el proyecto está completo”, la química desaparece. Y aquí comienza el verdadero amor… o su colapso. Las parejas que sobreviven más de tres años hacen algo contraintuitivo: crean incomodidad deliberadamente.
Por ejemplo, hacen una caminata sin planearlo, aprenden el lenguaje de señas juntos o prueban deportes extremos.
¿Para qué? Las nuevas impresiones engañan al cerebro y lo obligan a producir nuevamente “hormonas del amor”.
Pero la mayoría de la gente prefiere un escenario seguro: series de televisión en el sofá, los mismos restaurantes, conversaciones repetitivas.
La receta es sencilla: si tu fin de semana se puede describir en dos frases, estás en riesgo. Intenta reemplazar “cómodo” por “incómodo” y observa cómo tus sentimientos cobran vida.